lunes, 30 de mayo de 2011

Visitación de la Virgen María a Santa Isabel



Este nombre hace referencia a la visita que hizo la Virgen María a su prima Santa Isabel para celebrar con ella la felicidad de su embarazo. La Visitación de Nuestra Señora es un episodio especialmente amable de la vida de María, que sirvió de inspiración a numerosos artistas.

Cuando Isabel oyó la salutación de María, el niño le saltó en las entrañas, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo y exclamó con voz fuerte: Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. ¿Y de qué me viene que la madre de mi Señor me venga a visitar? Porque tan pronto como ha llegado tu salutación a mis oídos, el niño ha saltado de alegría en mi vientre. Y bendita la que ha creído que se cumplirá todo lo que se le ha dicho de parte del Señor. María dijo entonces: Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador... María se quedó con ella unos tres meses y se volvió después a su casa.

La Iglesia cierra con esta fiesta el mes de mayo, recordándonos este episodio tan tierno de su vida, del que surgen dos de los más hermosos cantos de alabanza: la segunda parte del Avemaría y el canto del Magnificat.

Este fue el primero de los numerosos viajes de María a ayudar a los demás. Hasta el final de la vida en el mundo, Ella estará siempre viajando para prestar auxilios a quienes lo estén necesitando. También fue la primera marcha misionera de María, ya que ella fue a llevar a Jesús a que bendijera a otros, obra de amor que sigue realizando a cada día y cada hora. Finalmente, Jesús empleó a su Madre para Santificar a Juan Bautista y ahora ella sigue siendo el medio por el cual Jesús nos Santifica a cada uno de nosotros que somos también hijos de su Santa Madre.

Es muy significativo que en el último día de mayo se celebre la fiesta de la Visitación. Con esta conclusión es como si quisiéramos decir que cada día de este mes ha sido para nosotros una especie de visitación. Hemos vivido durante el mes de mayo una continua visitación, como la vivieron María e Isabel.

domingo, 29 de mayo de 2011

El Papa pide oraciones en junio por los sacerdotes




En este mes de junio, Benedicto XVI pide en particular oraciones por los sacerdotes para que sean testigos auténticos del amor de Dios.

Esta es la propuesta que hace en las intenciones de oración, contenidas en la carta pontificia que ha confiado al Apostolado de la Oración, iniciativa que siguen casi 50 millones de personas en los cinco continentes.

La intención general dice: “Para que los sacerdotes, unidos al Corazón de Cristo, siempre sean verdaderos testigos del amor solícito y misericordioso de Dios”.

Esta petición del papa tiene lugar cuando se cumple un año de la clausura del año sacerdotal, período en el que la Iglesia se unió de manera particular en oración por sus sacerdotes en medio de escándalos de una pequeñísima parte de ellos, que sin embargo ha acarreado un grave perjuicio en la percepción de su vocación por parte de la opinión pública.

Por otra parte, el mes de junio es el mes que la Iglesia dedica tradicionalmente al Sagrado Corazón de Jesús.

Además de la intención general, el papa propone también una intención misionera, que en el mes de junio es:

“Para que el Espíritu Santo haga surgir en nuestras comunidades numerosas vocaciones misioneras, dispuestas a consagrarse plenamente a difundir el Reino de Dios”.

CIUDAD DEL VATICANO, domingo 29 de mayo de 2011 (ZENIT.org).–

Evangelio: Juan 14,15-21



"Yo le rogaré al Padre y él os enviará otro Consolador"


En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
«Si me amais, cumplireis mis mandamientos; yo rogaré al Padre que os dé otro Consolador que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, sí lo conoceis, porque habita en vosotros y está con vosotros.
No os dejaré solos, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá más, vosotros me vereis, y vivireis porque yo sigo viviendo. Entonces sabreis que yo estoy con mi Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros. El que acepta mis mandamientos y los cumple, ése me ama; al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él».

sábado, 28 de mayo de 2011

jueves, 26 de mayo de 2011

domingo, 22 de mayo de 2011

Historia de la Congregación

sábado, 21 de mayo de 2011

Niños y Jóvenes de la Parróquia de San Francisco de Asís en nuestra Residencia

¡Gracias a la vida!


¡El encanto de la niñez!


Una tarde festiva y feliz


Los niños felices con los abuelitos


Rut y otra jóven animando este encuentro con nuestros ancianos

miércoles, 18 de mayo de 2011

Dios siempre quiere salvar a todos, también al malvado, dice el Papa



En la Audiencia General de este miércoles, la tercera dedicada al tema de la oración, el Papa Benedicto XVI explicó que Dios siempre quiere la salvación de todos, la conversión de cada ser humano incluyendo al malvado, y para ello es necesario rezar como hizo Abraham cuando intercedió por Sodoma y Gomorra.

A continuación ACI Prensa ofrece una traducción de la catequesis completa pronunciada en italiano por el Santo Padre ante miles de fieles en la Plaza de San Pedro:

"Queridos hermanos y hermanas:

En las dos semanas anteriores hemos reflexionado sobre la oración como fenómeno universal, que –en formas diversas– está presente en las culturas de todos los tiempos. Hoy en vez de ello, quisiera iniciar un recorrido bíblico sobre este tema, que nos guiará a profundizar el diálogo de alianza entre Dios y el hombre que anima la historia de la salvación, hasta el culmen, hasta la palabra definitiva que es Jesucristo.

Este camino que nos llevará a enfocarnos en algunos importantes textos y figuras paradigmáticas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Será Abraham, el gran Patriarca, padre de todos los creyentes, quien nos ofrezca el primer ejemplo de oración, en el episodio de intercesión por la ciudad de Sodoma y Gomorra.

Y quisiera también invitaros a profundiza en el recorrido que haremos en las siguientes catequesis para aprender a conocer más la Biblia, que espero tengan en vuestras casas, y, durante la semana, se dediquen a leerla y meditarla en la oración, para conocer la maravillosa historia de la relación entre Dios y el hombre, entre Dios que se comunica con nosotros y el hombre que responde, que reza.

El primero texto sobre el que queremos reflexionar se encuentra en el capítulo 18 de Libro del Génesis; se narra que la maldad de los habitantes de Sodoma y Gomorra había llegado al extremo, tanto así que se hizo necesaria la intervención de Dios para cumplir un acto de justicia y para acabar con el mal destruyendo aquella ciudad.

Y aquí se inserta Abraham con su oración de intercesión. Dios decide revelarle lo que está por suceder y le permite conocer la gravedad del mal y sus terribles consecuencias, porque Abraham es su elegido, escogido para convertirse en un gran pueblo y hacer llegar la bendición divina a todo el mundo.

La suya es una misión de salvación, que debe responder al pecado que ha invadido la realidad del hombre, a través de él el Señor quiere volver a llevar a la humanidad a la fe, a la obediencia, a la justicia. Y ahora, este amigo de Dios se abre a la realidad y a la necesidad del mundo, reza por aquellos que están por ser castigados y pide que sean salvados.

Abraham entiende el problema en toda su gravedad y dice al Señor: ‘¿Realmente exterminarás al justo con el impío? Tal vez hayan cincuenta justos en la ciudad: en realidad los quieres eliminar? ¿Y no perdonarás en aquel lugar por los cincuenta justos que se encuentren? ¡Lejos de ti hacer morir al justo con el impío, de modo que así el justo sea tratado como el impío, lejos de ti! ¿Tal vez el juez de toda la tierra no practicará la justicia?’.

Con estas palabras, con gran coraje, Abraham pone ante Dios la necesidad de evitar una justicia sumaria: si la ciudad es culpable, es justo condenar su crimen e infligir una pena, pero –afirma el gran Patriarca– sería injusto castigar de modo indiscriminado a todos los habitantes. Si en la ciudad hay inocentes, estos no pueden ser tratados como culpables. Dios, que es un juez justo, no puede actuar así, dice Abraham justamente a Dios.

Sin embargo, si leemos atentamente el texto, nos daremos cuenta de que el pedido de Abraham es todavía más serio y profundo, porque no se limita a pedir la salvación por los inocentes. Abraham pide el perdón para toda la ciudad y lo hace apelando a la justicia de Dios, de hecho dice al Señor: ¿Y no perdonarás en aquel lugar por los cincuenta justos que se encuentren?

Haciendo esto, pone en juego una nueva idea de justicia: no es la que se limita a castigar a los culpables, como hacen los hombres, sino una justicia distinta, divina, que busca el bien y lo crea a través del perdón que transforma al pecador, lo convierte y lo salva.

Con su oración, entonces, Abraham no invoca una justicia meramente retributiva, sino una intervención de salvación que, teniendo en cuenta a los inocentes, libere de la culpa también a los impíos, perdonándolos. El pensamiento de Abraham, que parece casi paradójico, se podría sintetiza así: obviamente no se puede tratar a los inocentes como a los culpables, esto sería injusto, es necesario en vez de eso tratar a los culpables como a los inocentes, utilizando una justicia ‘superior’, ofreciéndoles una posibilidad de salvación, para que si los malhechores aceptan el perdón de Dios y confiesan la culpa, dejándose salvar, no sigan haciendo más el mal, sino que se conviertan también en justos, sin ya tener necesidad de ser castigados.

Es esta la solicitud de justicia que Abraham expresa en su intercesión, un pedido que se basa en su certeza de que el Señor es misericordioso. Abraham no pide a Dios una cosa contraria a su esencia, toca la puerta del corazón de Dios del que conoce la verdadera voluntad. Cierto que Sodoma es una gran ciudad, cincuenta justos parecen poca cosa, ¿pero la justicia de Dios y su perdón no son tal vez la manifestación de la fuerza del bien, incluso si parece más pequeño y más débil que el mal?

La destrucción de Sodoma debía acabar con el mal presente en la ciudad, pero Abraham sabe que Dios tiene otros modos y otros medios para poner límites a la difusión del mal. Es el perdón, que interrumpe la espiral del pecado, y Abraham, en su diálogo con Dios, apella exactamente a eso. Y cuando el Señor acepta perdonar a la ciudad si se encuentra a cincuenta justos, su oración de intercesión comienza a descender hacia las profundidades de la misericordia divina. Abraham –como recordamos– hace disminuir progresivamente el número de los inocentes necesarios para la salvación: si no son cincuenta, podrían bastar 35, y luego llega hasta diez, para luego pasar con su súplica alentada de insistencia: ‘tal vez si no hubiera 40… 30… 20...10’.

Y cuánto más grande parece el número, más grande se revela y se manifiesta la misericordia de Dios, que escucha con paciencia la oración, la acoge y repite a toda súplica: ‘perdonare… no destruiré… no lo haré’.

Así, por la intercesión de Abraham, Sodoma podrá ser salvada si en ella se encuentran solamente diez inocentes. Y esta es la fuerza de la oración. Porque a través de la intercesión, la oración a Dios por la salvación de los otros, se manifiesta y se expresa el deseo de salvación que Dios nutre siempre hacia el hombre pecador.

El mal, de hecho, no puede ser aceptado, debe ser señalado y destruido a través del castigo: la destrucción de Sodoma tenía ciertamente esta función. Pero el Señor no quiere la muerte del malvado, sino que se convierta y viva, su deseo es siempre el de perdonar, salvar, dar vida, transformar el mal en bien.

Y así, es este deseo divino que, en la oración, se convierte en deseo del hombre y se expresa a través de las palabras de la intercesión. Con su súplica, Abraham está prestado su propia voz, pero también el propio corazón, a la voluntad divina: el deseo de Dios es misericordia, amor y voluntad de salvación, y este deseo de Dios ha encontrado en Abraham y en su oración la posibilidad de manifestarse en modo concreto al interior de la historia de los hombres, para estar presente donde hay necesidad de gracia. Con su voz en la oración, Abraham da voz al deseo de Dios, que no es el de destruir, sino de salvar a Sodoma, de dar vida al pecador convertido.

Y esto es lo que el Señor quiere, su diálogo con Abraham es una prolongada e inequívoca manifestación de su amor misericordioso. La necesidad de encontrar a los hombres justos al interior de la ciudad se hace siempre menos exigente y al final solo bastarían diez para salvar a toda la población. Por ese motivo Abraham se queda en diez, es algo que no dice el texto. Tal vez es un número que indica un núcleo comunitario mínimo (todavía hoy, diez personas son el quórum necesario para la oración pública hebrea).

Sin embargo, se trata de un número exiguo, una pequeña parcela de bien de la cual partir para salvar un gran mal. Pero ni siquiera diez justos se encontraron en Sodoma y Gomorra, y las ciudades fueron destruidas. Una destrucción paradojalmente testimoniada como necesaria a partir de la oración de intercesión de Abraham. Porque por esa oración se ha revelado la voluntad salvífica de Dios: el Señor estaba dispuesto a perdonar, deseaba hacerlo, pero las ciudades estaban cerradas en un mal totalizante y paralizante, sin ni siquiera pocos inocentes de los cuales partir para transformar el mal en bien.

Porque es justamente este el camino de la salvación que también Abraham pedía: ser salvados no quiere decir simplemente librarse del castigo, sino ser liberado del mal que nos habita. No es el castigo el que debe ser eliminado, sino el pecado, aquel rechazo de Dios y del amor que ya porta en sí el castigo. Dirá el profeta Jeremías al pueblo rebelde: ‘tu misma maldad te castiga y tus rebeliones te castigan. Date cuenta y prueba cuán triste y amargo es abandonar al Señor, tu Dios’.

Y de esta tristeza y amargura es de las que el Señor quiere salvar al hombre liberándolo del pecado. Para ello sirve entonces una transformación del interior, un punto de apoyo de bien, un inicio del cual partir para convertir el mal en bien, el odio en amor, la venganza en perdón.

Por eso los justos deben estar dentro de la ciudad, y Abraham continuamente repite: ‘tal vez si encontráramos allí…’. ‘Allí’: es dentro de la realidad enferma que debe estar ese germen de bien que puede resanar y volver a dar la vida.

Es una palabra dirigida también a nosotros: que en nuestras ciudades se encuentre el germen del bien, que hagamos de todo para que no sean solo diez justos, para hacer realmente vivir y sobrevivir a nuestras ciudades y para salvarnos de esta amargura interior que es la ausencia de Dios. Y en la realidad enferma de Sodoma y Gomorra aquel germen de bien no se encontraba.

Pero la misericordia de Dios en la historia de su pueblo se extiende ulteriormente. SI para salvar Sodoma servían diez justos, el profeta Jeremías dirá, a nombre del Omnipotente, que basta un solo justo para salvar Jerusalén: ‘prosigan el camino de Jerusalén, observen bien e infórmense, busquen en sus plazas y si hay un hombre que practique el derecho, y busca la fidelidad, yo la perdonaré’.

El número ha descendido más, la bondad de Dios se muestra incluso más grande. Y ni siquiera esto basta, la sobreabundante misericordia de Dios no encuentra la respuesta de bien que busca, y Jerusalén cae bajo el asedio del enemigo.

Será necesario que Dios mismo se convierta en aquel justo. Y este es el misterio de la Encarnación para garantizar a un justo. Él mismo se hace hombre. El justo será para nosotros siempre Él: es necesario entonces que Dios mismo se convierta en ese justo. El infinito y sorprendente amor divino será plenamente manifestado cuando el Hijo de Dios se hace hombre, el Justo definitivo, el perfecto Inocente, que portará la salvación al mundo entero muriendo en la cruz, perdonando e intercediendo por aquellos que ‘no saben lo que hacen’. Entonces la oración de cada hombre encontrará su respuesta, entonces toda nuestra intercesión será plenamente respondida.

Queridos hermanos y hermanas, la súplica de Abraham, nuestro padre en la fe, nos enseñe a abrir siempre más el corazón a la misericordia sobreabundante de Dios, para que en la oración cotidiana sepamos desear la salvación de la humanidad y pedirla con perseverancia y con confianza al Señor que es grande en el amor. Gracias".

martes, 17 de mayo de 2011

Se cumplen 91 años del nacimiento de Juan Pablo II

domingo, 15 de mayo de 2011

Cuarto Domingo de Pascua

Yo soy la puerta de las ovejas



Lectura del santo evangelio según san Juan 10, 1-10

En aquel tiempo, dijo Jesús:
-«Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ése es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el guarda, y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz; a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños.»
Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús:
-«Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon.
Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y, salir, Y encontrará pastos.
El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante.»

viernes, 13 de mayo de 2011

Rosario de la Aurora



Hoy, 13 de mayo, día de la Virgen de Fátima, a las 8:15 comenzamos el Rosario de la Aurora junto con nuestros residentes por los pasillos de la residencia.



Uniéndonos a las peticiones que hizo la Virgen a los pastorcitos: La conversión de los pecadores y la paz del mundo, y también, a las peticiones del Santísimo Papa Benedicto XVI.

jueves, 12 de mayo de 2011

NUESTRA SEÑORA DE FÁTIMA: 13 DE MAYO



"Orad, orad mucho y haced sacrificios por los pecadores. Son muchas almas que van al infierno
porque no hay quien se sacrifique y ruegue por ellas"
(19 de agosto de 1917)


AVE MARÍA

El trece de Mayo,
La Virgen María,
bajó de los cielos
a Coba de iria

Ave, ave , ave María
Ave, ave , ave María

El Ángel que envía,
El Dios Maternal,
Saluda a María
con voz celestial.

(Ave, ave...)

De gracia eres llena,
Virgen si igual,
Alibia la pena
de pobre mortal

(Ave, ave...)

Yo soy La Señora,
Del Santo Rosario,
Le dijo a los niños,
que le preguntaron.

(Ave, ave...)

Hacia Ti clamamos,
hechizo de Amor:
Aquí veneramos
Contigo al Señor.

(Ave, ave...)

viernes, 6 de mayo de 2011

Festividad de Nuestra Señora de los Desamparados. Patrona de nuestra Congregación


¡Madre!, ruega por las Hermanitas, Ancianos y Bienhechores.


Nuestra Señora de los Desamparados,
Los vagabundos y los abandonados.
Te llamo con mi oración, por qué de Tu
Amor mendiga soy, Salve Madre de Dios.
Te entrego mi corazón, Madre del Redentor.
Reavívanos la Fe, para llegar junto a Ti.
Confió en Tu intercesión, más que en mi oración
Que de Tu Hijo lograrás nuestra Salvación.
Salve María que cuidas com fervor
A quien acude confiado y te implora tu perdón
De tanto desatino el mundo está perdido
Intercede a tu hijo, por los que gobiernan el mundo.
No los desampares, en estos momentos oscuros
Protégenos Madre buena a los que están en apuros
Sin trabajo, sin techo, en la miseria y solos.
Enfermos,ancianos y niños maltratados.
¡Acógelos bajo tu manto!
¡Señora, de los desamparados!

martes, 3 de mayo de 2011

Bodas de Diamante de Sor Dolores

El sábado 30 de abril se celebró con gran entusiasmo y alegría las Bodas de Diamante de Sor Dolores, 75 años como hermanita de los Ancianos Desamparados. A las 11 horas tuvimos la Eucaristía de Acción de gracias presidida por el Vicario General Don Jesús Gago.


Familiares, amigos y empleados no quisieron perderse este acontecimiento en el que nuestra hermanita se mostró llena de gozo y emoción al poder compartir este día con todos ellos.













domingo, 1 de mayo de 2011

beatificación de Juan Pablo II

Beato Juan Pablo II, ruega por nosotros

Homilia de Benedicto XVI en la Misa de Beatificación


Queridos hermanos y hermanas:

Hace seis años nos encontrábamos en esta Plaza para celebrar los funerales del Papa Juan Pablo II. El dolor por su pérdida era profundo, pero más grande todavía era el sentido de una inmensa gracia que envolvía a Roma y al mundo entero, gracia que era fruto de toda la vida de mi amado Predecesor y, especialmente, de su testimonio en el sufrimiento.

Ya en aquel día percibíamos el perfume de su santidad, y el Pueblo de Dios manifestó de muchas maneras su veneración hacia él. Por eso, he querido que, respetando debidamente la normativa de la Iglesia, la causa de su beatificación procediera con razonable rapidez. Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato.

Deseo dirigir un cordial saludo a todos los que, en número tan grande, desde todo el mundo, habéis venido a Roma, para esta feliz circunstancia, a los señores cardenales, a los patriarcas de las Iglesias católicas orientales, hermanos en el episcopado y el sacerdocio, delegaciones oficiales, embajadores y autoridades, personas consagradas y fieles laicos, y lo extiendo a todos los que se unen a nosotros a través de la radio y la televisión.

Éste es el segundo domingo de Pascua, que el beato Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia. Por eso se eligió este día para la celebración de hoy, porque mi Predecesor, gracias a un designio providencial, entregó el espíritu a Dios precisamente en la tarde de la vigilia de esta fiesta.

Además, hoy es el primer día del mes de mayo, el mes de María; y es también la memoria de San José obrero. Estos elementos contribuyen a enriquecer nuestra oración, nos ayudan a nosotros que todavía peregrinamos en el tiempo y el espacio. En cambio, qué diferente es la fiesta en el Cielo entre los ángeles y santos. Y, sin embargo, hay un solo Dios, y un Cristo Señor que, como un puente une la tierra y el cielo, y nosotros nos sentimos en este momento más cerca que nunca, como participando de la Liturgia celestial.

‘Dichosos los que crean sin haber visto’. En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: la bienaventuranza de la fe. Nos concierne de un modo particular, porque estamos reunidos precisamente para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar en la fe a los hermanos. Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica. E inmediatamente recordamos otra bienaventuranza: ‘¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo’.

¿Qué es lo que el Padre celestial reveló a Simón? Que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Por esta fe Simón se convierte en ‘Pedro’, la roca sobre la que Jesús edifica su Iglesia. La bienaventuranza eterna de Juan Pablo II, que la Iglesia tiene el gozo de proclamar hoy, está incluida en estas palabras de Cristo: Dichoso, tú, Simón´ y ‘Dichosos los que crean sin haber visto’. Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan Pablo II recibió de Dios Padre, como un don para la edificación de la Iglesia de Cristo.

Pero nuestro pensamiento se dirige a otra bienaventuranza, que en el evangelio precede a todas las demás. Es la de la Virgen María, la Madre del Redentor. A ella, que acababa de concebir a Jesús en su seno, santa Isabel le dice: ‘Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá’.

La bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles, y sostiene continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que han sido llamados a ocupar la cátedra de Pedro. María no aparece en las narraciones de la resurrección de Cristo, pero su presencia está como oculta en todas partes: ella es la Madre a la que Jesús confió cada uno de los discípulos y toda la comunidad.

De modo particular, notamos que la presencia efectiva y materna de María ha sido registrada por San Juan y San Lucas en los contextos que preceden a los del evangelio de hoy y de la primera lectura: en la narración de la muerte de Jesús, donde María aparece al pie de la cruz; y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, que la presentan en medio de los discípulos reunidos en oración en el cenáculo.

También la segunda lectura de hoy nos habla de la fe, y es precisamente San Pedro quien escribe, lleno de entusiasmo espiritual, indicando a los nuevos bautizados las razones de su esperanza y su alegría. Me complace observar que en este pasaje, al comienzo de su Primera carta, Pedro no se expresa en un modo exhortativo, sino indicativo; escribe, en efecto: ‘Por ello os alegráis’, y añade: ‘No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación’. Todo está en indicativo porque hay una nueva realidad, generada por la resurrección de Cristo, una realidad accesible a la fe. ‘Es el Señor quien lo ha hecho –dice el Salmo– ha sido un milagro patente’, patente a los ojos de la fe.

Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la plena luz espiritual de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la vida cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar sobre la Iglesia Lumen gentium.

Todos los miembros del Pueblo de Dios –Obispos, sacerdotes, diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas– estamos en camino hacia la patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María, asociada de modo singular y perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia. Karol Wojtyła, primero como Obispo Auxiliar y después como Arzobispo de Cracovia, participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo del Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como imagen y modelo de santidad para todos los cristianos y para la Iglesia entera.

Esta visión teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió de joven y que después conservó y profundizó durante toda su vida. Una visión que se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Un icono que se encuentra en el evangelio de Juan y que quedó sintetizado en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz de oro, una ‘eme’ abajo, a la derecha, y el lema: ‘Totus tuus’, que corresponde a la célebre expresión de San Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyła encontró un principio fundamental para su vida: ‘Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria: Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame tu corazón’.

El nuevo Beato escribió en su testamento: ‘Cuando, en el día 16 de octubre de 1978, el cónclave de los cardenales escogió a Juan Pablo II, el primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszyński, me dijo: ‘La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer milenio’. Y añadía: ‘Deseo expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del Concilio Vaticano II, con respecto al cual, junto con la Iglesia entera, y en especial con todo el Episcopado, me siento en deuda. Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado. Como obispo que participó en el acontecimiento conciliar desde el primer día hasta el último, deseo confiar este gran patrimonio a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por mi parte, doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima causa a lo largo de todos los años de mi pontificado’.

¿Y cuál es esta ‘causa’? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro, con las memorables palabras: ‘¡No temáis! !Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!’.

Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. Con su testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la Nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio.

En una palabra: ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es Redemptor hominis, Redentor del hombre: el tema de su primera Encíclica e hilo conductor de todas las demás.

Karol Wojtyła subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre. Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II y de su ‘timonel’, el Siervo de Dios el Papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al Pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a Cristo él pudo llamar ‘umbral de la esperanza’.

Sí, él, a través del largo camino de preparación para el Gran Jubileo, dio al Cristianismo una renovada orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia, pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para el Cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu de ‘adviento’, con una existencia personal y comunitaria orientada a Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz.

Quisiera finalmente dar gracias también a Dios por la experiencia personal que me concedió, de colaborar durante mucho tiempo con el beato Papa Juan Pablo II. Ya antes había tenido ocasión de conocerlo y de estimarlo, pero desde 1982, cuando me llamó a Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, durante 23 años pude estar cerca de él y venerar cada vez más su persona. Su profundidad espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio.

El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio. Y después, su testimonio en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una ‘roca’, como Cristo quería.

Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo. Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Eucaristía.

¡Dichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios. Amén.

Juan Pablo II es oficialmente beato

Juan Pablo II es oficialmente beato